Los enanos tenemos satisfacciones miserables, deleznables, mezquinas que, además, en general, tienen más que ver con la desgracia ajena que con la satisfacción propia. Son las migajas que nos dejan los gigantes.
Yo tengo un automóvil de tercera mano, recibido por mi mujer en herencia de su padre: un Volvo 850, modelo americano. Cuando nuevo, era un vehículo puntero, con un montón de centímetros cúbicos y un montón de caballos de esos que no se escaquean sino que trabajan todos. Hoy, quince años después, es un vehículo despreciado por las nuevas normativas sobre medio ambiente, clasificado en la categoría E, un armatoste anticuado, un paria.
Pero aunque es verdad que come mucho y ensucia mucho, y mientras no pueda pagarme otro coche, es amplio y confortable, dentro caben mis tres hijas con sus maletas, sus muñecas y sus carritos y cuando ellas no están, cabe una viga de madera de tres metros de largo y puede cargar mil quinientos quilos de materiales para cuando me da por hacer chapuzas en casa.
Pero aunque es verdad que come mucho y ensucia mucho, y mientras no pueda pagarme otro coche, es amplio y confortable, dentro caben mis tres hijas con sus maletas, sus muñecas y sus carritos y cuando ellas no están, cabe una viga de madera de tres metros de largo y puede cargar mil quinientos quilos de materiales para cuando me da por hacer chapuzas en casa.
Pues bien, hoy circulaba con mi viejo cacharro por la autopista entre Utrecht y Breda a cien kilómetros por hora, que es la velocidad máxima permitida en la zona (es para partirse la caja torácica que los holandeses llamen a sus autopistas snelwegen, es decir, vías rápidas, cuando la velocidad media en las mismas es de setenta kilómetros por hora), adelantando por el tercer carril a un vehículo que circulaba por el segundo, calculo, a noventa y cinco kilómetros por hora. La maniobra dura un rato, claro. Desde lejos, por el retrovisor, veo un vehículo que se acerca a gran velocidad, da ráfagas con las luces de carretera y después, como no me aparto, da un frenazo justo detrás de mí, a punto de embestirme. Yo no cambio ni un kilómetro por hora mi velocidad y continúo tranquilamente mi maniobra hasta que estimo que es seguro cambiar de carril. El vehículo detrás de mí me adelanta, miro hacia su conductor y leo en sus labios: "eikel" (capullo). Sonrío. Cuando me adelanta por completo veo la marca del vehículo: un BMW nuevecito, precioso (por cierto, muy ecológico). Después, se aleja de mí, a gran velocidad.
Dos kilómetros después, veo ese precioso y ecológico BMW, detenido en el arcén con un Volvo S80 delante de él. Un precioso Volvo S80... de la policía de tráfico de los Países Bajos.
Ganas me dieron de detenerme a su lado y preguntarle quien era ahora el "eikel", pero sonreí con la satisfacción de creer que, tal vez, sólo tal vez, las carreteras de los Países Bajos, serían a partir de hoy, un poquíiiiito más seguras.
Jódete, capullo.