Schiphol. Sentado, esperando el embarque. Un tipo grueso que habla inglés con acento americano se limpia los espacios interdentales con hilo dental mientras me mira desafiante. Desvío la mirada y vuelvo a mi lectura, no sin vigilar, de vez en cuando, los denodados esfuerzos higiénicos de mi vecino de enfrente. La siguiente ocasión en que me distraigo de la historia de escaladores que estoy leyendo (en holandés) es cuando la niña del señor grueso que habla inglés con acento americano y se limpia los dientes en público, en un movimiento brusco, derriba una maleta. Mis reflejos son rápidos y agarro el asa de la maleta justo a tiempo de impedir que caiga encima de mi vecina de al lado, una letona que vuelve a casa (el vuelo a Riga es el anterior al mío, he venido con tiempo). Mi vecino ha dejado de limpiarse los dientes. Estoy a punto de decirle que tiene un hilo en el regazo pero me muerdo la lengua a tiempo, al darme cuenta de que ese hilo es el mismo con el que se ha limpiado los dientes. Dos pensamientos me recorren la cabeza: uno, mi memoria a corto plazo ya no es lo que era, y dos, mi vecino me da un poco de asco.
Poco más tarde, mi vecino, el tipo grueso que habla inglés con acento americano y se limpia los espacios interdentales en público con hilo dental mientras mira desafiante y deja después el hilo en su regazo, se marcha con destino a Riga, con su mujer letona y sus dos hijas. Ahí se queda el hilo dental, en el suelo. En el lugar que ocupaban se sienta ahora una familia de colombianos. He reconocido su nacionalidad por el aspecto, la manera de moverse, el acento... y la camiseta de la selección colombiana con el nombre de James, que no se dice Yeims, sino James tal como se lee en español. Uno que es observador, vaya. Toda la familia disfrazada. Más allá, otra familia, esta vez de México (no dice "meksicou" como dicen los holandeses por contagio de los anglosajones sino que su x suena como "j y a mucha honra, que los españoles no saben escribir el nombre de mi país"). Entre los tres varones iniciamos una discusión (civilizada) sobre las opciones de Colombia para esa noche. Yo hago como me que interesa el balompié y les digo que Brasil parte con ventaja pues jugará con trece jugadores: los once del campo, la afición y la FIFA. El mexicano ríe y el colombiano me da la razón, con ese fatalismo tan latino. La familia colombiana, disfrazada de jugadores de la selección de balompié de Colombia, se perderá el partido frente a Brasil porque estarán volando justo en el momento en que se celebra el partido. Lástima.
Interesante el concepto de Iberia Express. Es como Ryanair pero sin empujar. Las aeromozas, como dice mi amigo Luis, ahora llamadas tecepés son mujeres jóvenes, lo que ya es una mejora importante. La última vez que volé con Iberia me atendió un azafato que había sido jugador de rugby con Arquitectura. No les digo más: casi no cabía en el pasillo.
Metro de Madrid. Me hago un lío para saber como funcionan las máquinas expendedoras de billetes. Antes de elegir la estación a la que quiero ir (Atocha Renfe) tengo que elegir la línea en la que está esta estación. ¿Y si no sé en qué línea está la estación a la que quiero ir? Los turistas tienen que pasarlas canutas para encontrar el camino. O eso o me estoy haciendo mayor.
Ya en el tren metropolitano, más colombianos disfrazados de jugadores de la selección colombiana de balompié. "Aupa Colombia", les digo. ¡En qué hora! Los cuatro se ponen a gritar: "Colombia, Colombia". Y una señora sentada enfrente de mí, también colombiana, les grita: "Cállense ya. ¿No vieron que me despertaron al bebé? Los colombianos se callan. Eso es autoridad. Enfrente de mí, una ecuatoriana con hipo. Y a la pobre no se le pasa. Me aguanto las ganas de darle un susto porque me puedo meter en un lío.
"Próxima estación: Vodafone Sol". *Amos, no me jodas. ¿Y Cibeles Bwin?
"Perdonen la molestia. Sólo pido una ayuda". Un chico le da un chicle. Está la cosa jodida.
Estación del tren "Puerta de Atocha". Observo a los viajeros que vienen y van. Una pareja de cordobeses discuten y corren porque llegan tarde. Él dice que la culpa es de ella. Ella se calla. O sea, que debe de ser verdad, porque una española que tiene razón no se calla ni debajo del agua. Me llama la atención que todo el mundo está muy serio. Parece que hace falta reunir a cinco personas para que empiecen a sonreír. De cuatro para abajo, tienen todos una cara de agobio que encoge el alma.
Me siento en mi plaza del tren. "Buenas tardes". Mi compañera de asiento, una *phonbie", enfrascada en su móvil, no me contesta.
"Perdone si no le doy conversación durante el viaje", le digo, "pero estoy leyendo un libro muy interesante sobre un grupo de escaladores que se reúnen quince años después de su última expedición, en la que la única mujer del grupo murió en circunstancias extrañas y uno que estaba enamorado de ella intenta averiguar qué fue lo que pasó". Me mira como las vacas al tren y vuelve a su Candy Crush. Creo que podemos perder otra generación.
Aquí en preferente las mujeres son más guapas y más elegantes. ¿O acaso pretendo hacerme sentir bien por haber tenido que pagar más por falta de plazas en turista? Una chica saca una caja de zapatos y le pide a su novio que se los pruebe de nuevo. Ella se los ha regalado.
- "¿Qué te parecen?", dice él.
- "A mí me gustan", dice ella.
- "Pues entonces será cuestión de acostumbrarse.
- ...
- "Gracias, *pisha".
- "De nada, *shosho".
- ¿Prensa?
- "Si, déme el Expansión, que me quiero hacer el interesante".
- "Yo también quiero el Expansión", dice mi compañera de asiento.
- "Ah, usted también quiere hacerse la interesante".
- "No, es que a mí me gusta la economía".
- "¡Qué interesante!"
Y después de este diálogo, digno de Billy Wilder (o por lo menos de Groucho Marx) y que podría haber sido el inicio de una gran conversación, ella abrió el Expansión y empezó a mirar las noticias. Yo hice lo propio pero mirándola de vez en cuando por el rabillo del ojo, para comprobar, sorprendido, que ella estaba leyendo ¡en mi periódico!, así que lo cierro y vuelvo a mis escaladores.
Me asusta menos el movimiento del avión cuando hay turbulencias que el de dos trenes de alta velocidad que se cruzan. Siempre me sobrecoge. Deberían haber construido las vías más separadas.
Como mi vecina no me da bola, dejo mi libro en la mesita plegable y me voy a tomar un café. En la cafetería hay un grupo de estudiantes que ha acabado con las existencias de alcohol del tren. Solo les falta pedir el botiquín y beberse el de desinfectar. Son más de cinco así que ríen con ganas. Uno de ellos está vestido de rosa. Para mí que el Orgullo tiene cada vez más de carnaval que de acto reivindicativo, de lo que me alegro mucho. La pareja que está a mi derecha toma un refresco con gesto serio. Es que son pocos.
En el periódico leo un chiste. Sentados en el salón de casa, el Duque de Palma y su esposa, la Infanta Cristina, tienen la siguiente conversación:
- "Al final, me van a pillar por el contable, como a Al Capone", dice Urdangarín", a lo que la Infanta responde: "¿Y qué le pasó a la señora de Capone?
Vuelvo a mi asiento. La chica ya se ha cansado del Candy Crush y está enviando mensajes de texto. Me parece que ya no sabe que hacer para no darme conversación. Pues nada, pues ahora me voy a leer la historia de una mujer española, hija del banquero Cabarrús, de la que se enamoró Tallien y que fue la causa de que ejecutaran a Robespierre, que trabó amistad con Josefina Napoleón y acabó siendo Princesa de Chimay. Y no le voy a contar nada. ¡Que se fastidie!
"Próxima estación, Córdoba". Miro a mi compañera de viaje, que ha vuelto al Candy Crush y me despido. "Adios, señorita. Ha sido un placer viajar con usted".
Al final de las escaleras mecánicas me espera mi familia. Un año es demasiado tiempo.
Les debo la vuelta.
martes, 8 de julio de 2014
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